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Cuentan las montañas del altiplano que, una vez, en una aldea donde el cielo se acercaba tanto que podías acariciarlo, nació un niño con los dedos manchados de tinta invisible. Su nombre era Jumaqui Mamani, y desde pequeño escuchaba cómo el viento susurraba letras antiguas entre las piedras.
No era un niño como los demás. Mientras otros corrían tras cometas, él dibujaba el vuelo de los cóndores en el aire. Su primer pincel fue una rama, su primer lienzo, la tierra. Decían que podía escribir tu nombre de tal manera que lo escucharas cantando por dentro, como si siempre hubiera estado en tu alma.
Con los años, sus pasos lo llevaron lejos. Cruzó cordilleras, danzó entre las olas del Mediterráneo y vendió arte en las calles de Francia, donde aprendió que un solo trazo puede enamorar a un extraño. Allí, el sol del verano tocó sus hombros mientras su caligrafía llenaba plazas con magia. En una sola temporada, dibujó más de 60,000 sueños sobre papel.
Pero Jumaqui no solo era pintor de nombres. Era poeta del color, arquitecto de símbolos, caminante del alma. En cada letra escondía un universo. Un dragón en la "J", una mariposa en la "M", una flor secreta en la "A". Cada nombre se transformaba en espejo, amuleto, talismán.
Dicen que su tinta no era solo tinta. Que mezclaba agua del lago Titicaca con lágrimas de alegría y polvo de estrellas recolectado en noches sin luna. Por eso, cada obra suya vibra, respira, y parece tener corazón.
Ya retirado del bullicio de las ferias y los festivales, ahora pinta desde su estudio en Miami, rodeado de silencio, luz suave y pinceles que descansan como antiguos guerreros. Pero su arte sigue viajando, volando entre sobres, cruzando océanos y fronteras. Su legado es eterno, porque un nombre pintado por Jumaqui no se borra; se vuelve parte del mundo.
Y si alguna vez recibes una de sus pinturas, mírala bien. Entre las líneas, encontrarás algo más que un nombre. Verás el eco de los Andes, el fuego del arte, y el susurro de un viento que sabe escribir.
Comuniquese con Jumaqui